Obra de Andrea Mantegna, hacia 1470-1480, temple sobre lienzo, Accademia Carrara, Bérgamo
Esta pequeña representación de la Virgen con el Niño se graba en la memoria del observador por la expresión intensa de la mirada de la Virgen. Ésta sosteniendo al Niño, que, agarrándose al cuello de su madre, acerca afectuosamente la mejilla a la mujer. El calor de este gesto es negado por la sintética volumetría de las formas, definidas por una luz modulada y difusa que acompaña a las superficies lisas y compactas de las carnes. El paño que envuelve al Niño se corresponde, por la complejidad de los pliegues, puntillosamente reproducidos, con la costumbre tradicional toscana promovida en la zona véneta por Donatello, de practicar con paños que se mojan en yeso y luego se ponen a secar sobre un maniquí. Lo exiguo y sintético de los pliegues, casi grabados, del manto azul de la Virgen remiten, por el contrario, a las representaciones icónicas bizantinas, que perpetuaban los estilemas en virtud de conceptos religiosos a los que estaban asociados. La antinatural consistencia del manto se contrapone a la vivacidad del rostro de la mujer, concebida más como el retrato de una persona real que como un idealizado símbolo religioso. Del velo transparente que recoge el cabello bajo el amplio manto se escapan unos mechones rubios desordenadamente ondulados; el rostro se caracteriza por la pequeña boca plegada y la nariz larga e imperfecta. La dirección de la mirada destaca merced al tono claro de los ojos, cuya convexidad es perceptible en virtud de los toques de luz que contribuyen a dar vitalidad a la mirada. Es una mujer real la representada, un ejemplo de habilidad en el retrato por la que tanto alabaron a Mantegna los contemporáneos.
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