Juan de Valdés Leal pintor
barroco español activo en Córdoba y Sevilla. Artista fecundo y de poderosa inventiva,
es conocido por los dos “jeroglíficos de las postrimerías” pintados hacia 1672
para la iglesia del Hospital de la Caridad de Sevilla. Relacionadas con el tema
de la vanitas, extendido por la mayor parte de Europa, las alegorías Finis
gloriae mundi (El fin de las glorias mundanas) e In ictu oculi (En un abrir y
cerrar de ojos) ilustran el pensamiento de Miguel Mañara, renovador de la
Hermandad de la Santa Caridad, según lo dejó escrito en su Libro de la Verdad,
además de completar el programa iconográfico de la capilla, integrado por el
Santo Entierro del retablo mayor y la serie de las “obras de misericordia”
pintadas por Murillo, con las que forman un conjunto coherente. No obstante, lo
macabro de su asunto —y la fuerte personalidad del pintor— resultaron
perjudiciales para su fama póstuma y facilitaron que se le acabase atribuyendo
cualquier pintura en la que apareciese un cadáver en descomposición o la cabeza
cortada de un santo, incluso si se trataba de pinturas de calidad ínfima.
Convertido en “pintor de los muertos”, como lo llamó Enrique Romero de Torres,
parecían convenirle todos los asuntos lúgubres y repulsivos, al tiempo que con
tintes románticos se agrandaba y hacía más profunda la rivalidad con Murillo,
su contemporáneo, al suponerse a Valdés un temperamento iracundo y soberbio
opuesto al pacífico carácter de su rival.
La vinculación de Valdés Leal con
la Hermandad, en la que había ingresado en agosto de 1667, llegó hasta la
última década de la vida del pintor, en la que trabajó en las pinturas murales
al óleo y al temple del presbiterio, con un rico repertorio de elementos
decorativos vegetales enmarcando las figuras de ocho ángeles pasionarios en la
media naranja y los evangelistas en las pechinas, trabajos en los que pudo ser
ayudado por su hijo Lucas, además de pintar un par de retratos póstumos de
Mañara (Hospital de la Caridad, 1681, y Museo Diocesano de Málaga, 1683) y el
lienzo de la Exaltación de la Santa Cruz para el coro de la iglesia
(1684-1685), el de mayores dimensiones (4,20 x 9,90 m) y, por el número de sus
figuras, de más compleja composición que pintara nunca Valdés. El motivo,
elegido por celebrar la Hermandad su fiesta el día de la Exaltación de la Cruz,
representa el momento en que el emperador Heraclio se vio impedido de entrar
triunfalmente en Jerusalén con la Vera Cruz, que había arrebatado al persa
Cosroes II, y un ángel le comunicó que no podría hacerlo si no se despojaba del
boato imperial y entraba a lomos de un modesto burro, lo que en términos de la
Hermandad se podía entender como una invitación a despojarse de las riquezas,
que cierran el paso al reino de los cielos, para atender a los pobres y
necesitados.
Si las glorias del mundo
—Finis gloriae mundi— acaban con los cadáveres en descomposición de la parte
inferior del segundo de los lienzos, el de un obispo y el de un caballero
calatravo como lo era Mañara, la muerte es también el paso necesario hacia el
juicio del alma, representado en la parte superior por una mano llagada que
sostiene una balanza con las inscripciones “NI MAS”, “NI MENOS”. En el platillo
de la izquierda, los pecados capitales representados por animales simbólicos
(pavo real, soberbia; murciélago posado sobre un corazón, envidia; perro, ira;
cerdo, gula; cabra, avaricia; mono, lujuria; perezoso, acidia) proclaman que no
se necesita más para caer en pecado mortal, ni se necesita menos para salir de
él que la práctica de la oración y la penitencia, representadas por las
disciplinas, rosarios y libros de devoción del platillo derecho. Enlazando con
el discurso iconográfico desarrollado en la nave del templo, en la serie de
cuadros de Murillo, ese “menos” que se espera del hermano de la Santa Caridad
es la práctica de las obras de misericordia implicándose personalmente, “con
entrañas de padre”, cargando sobre sus espaldas al pobre desvalido hasta el
hospital si fuese preciso.
La Muerte, que se presenta con el
féretro bajo el brazo y la guadaña hollando la esfera celeste, y que apaga en
menos de lo que dura un parpadeo —In ictu oculi— la llama de la vela apenas
consumida, hace fútiles y sin sentido todas las aspiraciones mundanas: nada
valen ante ella el poder, la riqueza y la gloria adquirida por las armas o las
letras, representadas en el báculo, la tiara, el cetro y la corona imperial,
los terciopelos, las púrpuras y las armaduras, abandonados con descuido y en
desorden junto a algunos libros que hablan de la erudición, de la ciencia y de
la fama que puede proporcionar la historia, entre los que destaca un rico
infolio abierto por un grabado de Theodor van Thulden sobre dibujo de Rubens de
uno de los arcos triunfales con que fue recibido en Amberes el cardenal-infante
don Fernando de Austria tras la batalla de Nördlingen, aparecido con la obra de
Johannes Gervatius, Pompa introitus honori serinissimi principis Ferdinandi Austriaci
hispaniarum infantis, Amberes, 1641, interesante por ser una de las obras que
pudo utilizar Valdés en sus propios diseños para las fiestas por la
canonización de Fernando III. Con él se reconoce algún otro volumen por las
inscripciones de sus lomos: el primero, en el que únicamente figura el nombre
de Plinio, pudiera tratarse de la Naturalis historia; Suárez es probablemente
un ejemplar de los Comentarios a Tomás de Aquino de Francisco Suárez; Castro in
Isaia Propheta son sin duda los comentarios a Isaías del dominico León de
Castro y, por fin, Historia de [Car]los Vº 1. pte ha de ser la primera parte de
la Historia de la vida y hechos del emperador Carlos V de fray Prudencio de
Sandoval.