Atalanta e Hipómenes es una obra
de Guido Reni de la que hay dos ejemplares, ambos óleo sobre lienzo: uno en el
Museo del Prado de Madrid, datable entre 1618 y 1619; y otro en el Museo di
Capodimonte de Nápoles datable entre 1620 y 1625.
El cuadro del Prado perteneció
inicialmente al marqués Giovan Francesco Serra, y en 1664 fue comprado, con
otros diecisiete cuadros de la colección de éste, por el virrey de Nápoles para
Felipe IV, que lo dispuso en la galería del cierzo del Alcázar de Madrid. Allí
fue contemplado por Cosme III de Médicis, a quien no pareció justificada la
fama que había alcanzado la obra. Fue de las obras que se salvaron del incendio
de 1734. Carlos III la desplazó, junto con otros cuadros considerados
"lascivos", a la casa de Rebeque (el estudio del pintor de cámara
Andrés de la Calleja). Se consideró incluso quemarlos, pero se decidió
asignarlos a la Real Academia de San Fernando en 1796, aunque debieron
permanecer ocultas al público. En 1827 pasó a formar parte del nuevo Museo de
Pintura y Escultura (el Prado), pero, al catalogarse como copia, no se
consideró de interés exhibirlo junto a las obras principales, y se cedió a la
Universidad de Granada. En 1963, tras un nuevo estudio, pasó a considerarse sin
duda original y se precisó su cronología, establecida por comparación con la
serie Los trabajos de Hércules y el Sansón victorioso.
Se representa la historia de
Atalanta e Hipómenes. La ninfa Atalanta, invencible en la carrera, desafiaba a
cualquier hombre que la pretendiera, siendo la muerte el castigo de los que
perdían. Fue vencida por Hipómenes gracias a una estratagema facilitada por
Afrodita: arrojarle manzanas de oro del jardín de las Hespérides para que se
detuviera a recogerlas.
Las dos figuras aparecen en un
paisaje oscurecido, en el que el cromatismo terroso del celaje es similar al
del suelo, haciendo resaltar los suaves tonos de los paños de pureza y la
carnación de las dos figuras, muy iluminadas, sobre el oscuro fondo. El gran
dinamismo de los cuerpos se resalta en líneas diagonales, que reflejan unos
elegantes movimientos, más coreográficos que deportivos. Ambos personajes
descansan su peso sobre un solo pie de apoyo. Las líneas de tensión y las
opuestas direcciones determinan una composición abierta. Todas las
características muestran una tensión entre dos mundos estéticos que se dan
simultáneamente en la Italia del mil seiscientos: el estilo barroco
caravaggista y el clasicismo de los Carracci, escuela ésta en la que se enmarca
el autor.